Arte Terapia en El Pasaje

Arteterapia 2013-1 (1)

Próxima Función

funcion

El Pez Dorado

El pez dorado

Peter Brook (La Puerta abierta)

Cada vez que hablo en público realizo un experi­mento teatral. Intento
atraer la atención del pú­blico hacia el hecho de que nos hallamos en ese
momento en tina situación teatral. Si vosotros y yo ob­servamos con detalle
el proceso en el que nos hallamos envueltos en este mismo momento, podremos
conside­rar el significado del teatro de un modo mucho menos teórico. Pero
hoy el experimento es más complejo. Por primera vez, en lugar de improvisar
he aceptado escribir un discurso por anticipado, porque se necesita el texto
para publicarlo. Mi propósito es asegurarme de que así no se dañará el
proceso, sino que contribuirá a enrique­ cer nuestro experimento conjunto.
Al escribir estas palabras, el autor ‑«mi yo número uno»‑ está sentado en un
día caluroso y veraniego del sur de Francia, intentando imaginar lo
desconocido: un público japonés de Kyoto; qué tipo de sala será, con cuánta
gente y qué relación habrá, no lo sé. Y por mucho cuidado que ponga en la
elección de mis palabras, algunos de los que me escuchen las escucharán a
través de un traductor en otra lengua. Bien, pero para vosotros, en este
momento «mi yo número uno», el autor, ha desaparecido, reemplazado por «mi
yo número dos», el orador. Si el orador lee estas palabras con la cabeza
inclinada sobre el papel, transmitiendo el contenido en un tono de voz
monótono y pedante, las mismas palabras que parecen tan vivas cuando las
escribo sobre el papel se hundirán en una insoportable monotonía,
demostrando una vez más lo que tan a mentido ha dado mala reputación a las
conferencias académicas. Así pues, «Mi yo número uno» es como un autor
teatral que ha de confiar en que «mi yo número dos» dará nuevos bríos y
detalles al texto y al evento. Para los que entienden el inglés son los
cambios en el sonido de la voz, los cambios súbitos de tono, los crescendos,
los fortissimos, los piano pianos, las pausas, el silencio; en definitiva,
la música vocal inmediata que transmite la dimensión humana es la que te
hace desear escuchar, y esta dimensión humana es justamente lo que menos
comprendemos nosotros y nuestros ordenadores de un modo preciso y
científico. Es sentimiento, un sentimiento que conduce a la pasión, pasión
que transmite convicción, convicción que es el único instrumento espiritual
que relaciona a un hombre con otro. Ni siquiera aquellos de vosotros que
escucháis estas palabras a través de un intérprete en este momento estáis
aislados de una cierta energía que empieza por unir nuestra atención gradual
mente, porque esta energía impregna la sala mediante el sonido y también el
gesto; cada movimiento que hace el orador con la mano o con el cuerpo, tanto
si es consciente como inconsciente, es una forma de transmisión. He de ser
consciente de ello igual que un actor, es mi responsabilidad, y tarribién
vosotros tomáis parte de manera activa, porque dentro de vuestro silencio se
oculta un intensificador que devuelve vuestras emociones privadas a través
de nuestro espacio, animándome sutilmente, corrigiendo mi forma de hablar.
¿Qué tiene que ver esto con el teatro? Todo.
Aclaremos antes que nada cuál es nuestro punto de partida. Teatro es una
palabra tan vaga que o bien carece de significado o crea confusión, porque
una persona habla de un aspecto y otra de algo completamente diferen‑. te.
Es coi‑no hablar sobre la vida. La palabra es demasiado importante para
tener un significado. ', teatro no tiene nada que ver con edificios, ni con
textos, actores, estilos o forinas. La esencia dell teatro se halla en un
misterio llamado «el momento presente».
«El momento presente» es asombroso. SLi transparencia es tan enganosa como
el fragmento arrancado a un holograma. Cuando se desintegra este átomo de
tiempo, todo el universo se halla contenido en su infinita pequeñez. Aquí,
en este momento, superficialmente, no ocurre nada en particular. Yo hablo,
vosotros escucháis. Pero, ¿es esta imagen superficial un reflejo auténtico
de nuestra realidad presente? Por supuesto que no. Ninguno de nosotros se ha
desprendido súbitamente de todo su tejido vivo; aunque aletargadas por el
momento, nuestras preocupaciones, relaciones, comedias menores y profundas
tragedias siguen ahí, como actores aguardando entre bastidores. No solamente
nos acompañan los protagonistas de nuestros dramas personales, sino también,
al igual que el coro de una ópera, un enjambre de personajes secundarios que
guardan cola, dispuestos asimismo a entrar y establecer el vínculo entre
nuestra vida privada y el mundo exterior, la sociedad en su conjunto. Y en
nuestro interior, en todo momento, como un gigantesco instrumento musical
dispuesto a ser tocado, se hallan las cúerdas cuyos tonos y armonías son
nuestra capacidad para reaccionar ante las vibraciones del invisible mundo
espiritual que a menudo ignoramos, pero con el que entramos en contacto cada
vez que tomamos una nueva bocanada de aire.
Si nos fuera posible liberar súbita y abiertamente en esta sala nuestras
fantasías y movimientos ocultos, parecería una explosión nuclear, y el
caótico torbellino de impresiones sería demasiado intenso para que alguno de
nosotros pudiera absorberlo. Comprendemos así por qué un acto de teatro en
el presente que liberara el potencial oculto colectivo de pensamientos,
imágenes, sentimientos, mitos y traumas sería tan intenso y podría resultar
tan peligroso.
La opresión política ha rendido siempre al teatro el mayor de los tributos.
En los países gobernados por el miedo, el teatro es la forma que los
dictadores vigilan más estrechamente y la que más temen. Por este motivo,
cuanto mayor es nuestra libertad, tanto más debemos comprender y disciplinar
todo acto de teatro; para que éste tenga significado, debe obedecer unas
reglas muy estrictas.
En primer lugar, el caos que se produciría si cada individuo liberara su
propio mundo secreto debe incorporarse a una experiencia compartida. En
otras palabras, el aspecto de la realidad que evoca el actor debe provocar
una reacción en la misma área de cada espectador, para que, por un instante,
el público viva una impresión colectiva. Así, el material básico presentado,
la historia o el tema, está ahí, por encima de todo, para proporcionar un
terreno común, el campo potencial en el que cada componente del público,
cualesquiera que sean su edad o circunstancias, se identifique con su vecino
en una experiencia compartida.
Claro está que es muy fácil encontrar un terreno común que sea meramente
trivial, superficial y, por lo tanto, sin mayor interés. Obviamente, la base
que los une a todos ha de ser interesante. Pero, ¿qué significa en realidad
interesatite? Existe un modo de comprobarlo. En el instante de una
millonésima de segundo en que actor y ,público se relacionan estrechamente,
como en un abrazo físico, lo que cuenta es la densidad, el esp,esor, la
multiplicidad de capas, la riqueza; en resumen, la calidad del momento. Así
pues, cualquier momento puede ser flojo y carecer de interés o, por el
contrario, tener una honda calidad. Permitidíne insistir en que este nivel
de calidad en el instante es la única referencia para juzgar un acto de
teatro.
Pasemos ahora a estudiar más de cerca lo que queremos expresar cuando
hablamos de un momento. Ciertamente, si pudiéramos penetrar en el corazón
mismo de un momento, descubriríamos que no hay movimiento, que cada momento
es el conjunto de todos los momentos posibles y que lo que llamamos tiempo
ha desaparecido. Pero cuando salimos hacia las áreas exteriores en las que
existimos normalmente, vemos que cada momento de tiempo está relacionado con
el momento anterior y el momento siguiente en una cadena infinita. Así pues,
en una representación teatral nos hallamos ante la presencia de una ley
inevitable. Una representación es un flujo que tiene una curva de ascenso y
descenso. Para alcanzar el momento de mayor significado, necesitamos una
cadena de momentos que empiezan en un nivel simple, natural, nos conducen
hacia la intensidad y luego nos alejan de nuevo. El tiempo, que tan a
rnenudo es nuestro enemigo en la vida, será también nuestro aliado si somos
capaces de comprender que un momento sin brillo puede conducir a un momento
resplandeciente y luego, a su vez, a un momento de perfecta transparencia,
antes de caer de nuevo en un moinento de simplicidad cotidiana.
Seguiremos mejor este razonamiento si pensamos en un pescador tejiendo una
red. Mientras el pescador trabaja, esmero e intención están presentes en
cada movímiento veloz de sus dedos. Entrelaza el hilo, hace los nudos y
rodea el vacío con figuras cuyas formas exactas corresponden a funciones
exactas. Luego arroja la red al agua, donde se arrastra de un lado a otro,
con la marea o contra la marea, de muchas formas complejas. Cae un pez en la
red, un pez incomestible o un pez corriente para la mesa, quizá un pez
multicolor, o un pez raro, o uno venenoso o, en momentos de gracia, un pez
dorado.
Sin embargo, existe una sutil distinción entre el teatro y la pesca, que
debe ser subrayada. En el caso de una red bien hecha, es cuestión de suerte
que el pescador atrape un buen pez o uno malo. En el teatro, los que hacen
los nudos son también responsables de la calidad del momento que acaben
atrapando en sus redes. Es asombroso: ¡la acción del «pescador» que hace los
nudos influye en la calidad del pez que acaba en su red!
El primer paso es el más importante, y mucho más difícil de lo que parece.
Sorprenden tem ente, no se concede a este paso preliminar el respeto que
merece. Pongamos el caso de un público sentado que aguarda el inicio de la
función, esperando interesarse, persuadiéndose a sí mismo de que debe
interesarse. Solamente se sentirá irresistiblemente atraído si las primeras
palabras, sonidos o acciones de la función liberan en el interior de cada
espectador un primer murmullo relacionado con los temas ocultos que aparecen
gradualmente. No se trata de un proceso intelectual, y mucho menos racional.
El teatro no es en modo alguno una discusión entre personas cultas. El
teatro, gracias a la energía del sonido, la palabra, el color y el
movimiento, pulsa una tecla emocional que a su vez hace estremecer el
intelecto. Una vez el intérprete ha establecido un nexo con el público, el
evento puede proseguir de múltiples maneras. Hay teatros que pretenden tan
sólo obtener un buen pez corriente que se pueda comer sin provocar
indigestión. Hay teatros pornográficos que pretenden deliberadamente servir
un pez con las entrañas llenas de veneno. Pero supongamos que la nuestra es
la mayor de las ambiciones, que con la función sólo deseamos atrapar el pez
dorado.
¿De dónde procede el pez dorado? No lo sabemos. Suponemos que debe venir de
algún lugar en ese mítico subconsciente colectivo, ese vasto océano cuyos
límites no se han descubierto, cuyas profundidades no se han explorado
suficientemente. ¿Y dónde estamos nosotros, las personas corrientes que
formamos el público? Estamos en el mismo lugar en el que estábamos al entrar
en el teatro, en nosotros mismos, en nuestras vidas cotidianas. Así pues,
hacer la red es como construir un puente entre lo que somos habitualmente
bajo condiciones normales, llevando nuestro mundo de cada día con nosotros,
y un mundo invisible que sólo se nos revela cuando la habitual incapacidad
perceptiva es sustituida por una conciencia infinitamente más aguda. Pero
esta red, ¿está hecha de agujeros o de nudos? Esta pregunta es como una
koan, y para hacer teatro debemos convivir con ella de forma permanente.
No hay nada en la historia del teatro que exprese de manera tan clara esta
paradoja como las estructuras que hallamos en Shakespeare. En esencia su
teatro es religioso, puesto que lleva el mundo espiritual invisible al mundo
material de formas y acciones visibles y reconocibles. Shakespeare no hace
concesiones en ninguno de los dos extremos de la escala humana. Su teatro no
vulgariza lo espiritual para que al hombre común le resulte más fácil
asimilarlo, ni tampoco rechaza la suciedad, la fealdad, la violencia, lo
absurdo ni la carcajada de la existencia mezquina. Es un teatro que se
desliza sin esfuerzo entre ambos, momento a momento, al tiempo que en su
gran acometida hacia delante intensifica la experiencia que se está
desarrollando hasta que explota toda resistencia y el público se despierta a
un instante de aguda percepción del tejido de la realidad. Ese momento no
puede durar. La verdad escapa a toda definición y comprensión, pero el
teatro es una maquinaria que permite a todos sus participantes saborear un
aspecto de la verdad en un momento; el teatro es una máquina para trepar y
descender por las escalas del significado.
Nos enfrentamos ahora con la verdadera dificultad. Para captar un momento de
verdad es necesario que actor, director, autor y escenógrafo se unan en un
gran esfuerzo común; ninguno de ellos puede hacerlo solo. Dentro de una
representación teatral no puede haber una estética diferente ni objetivos
contrapuestos. Todas las técnicas del arte y la artesanía deben contribuir a
lo que el poeta inglés Ted Hughes llama una «negociación» Inritre nuestro
nivel corriente y el nivel oculto del mito. Esta negociación se expresa en
la unión de lo que es inmutable y el mundo siempre cambiante de hoy, que es
precisamente donde se lleva a cabo toda representación. ‑ Istamos en
contacto con este mundo cada segundo de nuestra vida consciente, cuando la
información recogida por nuestras neuronas en el pasado se reactiva en el
presente. El otro mundo que permanece siempre ahí es invisible porque
nuestros sentidos no tienen acceso a él, aunque se puede percibir de muchos
modos y en múltiples ocasiones a través de la intuición. Todas las prácticas
espirituales nos llevan hacia el mundo invisible, ayudándonos a aislarnos
del mundo de las impresiones hacia la quietud y el silencio. Sin embargo, el
teatro no es lo mismo que una disciplina espiritual. El teatro es un aliado
externo del camino espiritual y existe para ofrecer visiones,
inevitablemente fugaces, de un mundo invisible que se compenetra con el
mundo cotidiano y normalmente es ignorado por nuestros sentidos.
El mundo invisible no tiene forma, no cambia o, al menos, no lo hace tal
como nosotros lo entendemos. El mundo visible siempre está en movimiento, su
característica es el flujo. Sus formas viven y mueren. La forma más
compleja, el ser humano, vive y muere, las células viven y mueren y,
exactamente de la misma manera, lenguas, modelos, actitudes, ideas y
estructuras nacen, c,,ecaen y desaparecen. En ciertos momentos únicos de I.a
historia de la humanidad, los artistas han sido capaces de establecer
uniones tan auténticas entre lo visible y lo invisible, que sus formas,
fueran éstas templos, es~ culturas, cuadros, narraciones o música, parecen
sobre~ vivir eternamente, a pesar de que debemos ser prudentes y admitir que
incluso la eternidad muere; no dura para siempre.
Un trabajador del teatro pragmático, allá donde se halle, está obligado a
abordar las grandes formas tradicionales, sobre todo las que pertenecen a
Oriente, con la humildad y el respeto que merecen. Estas formas lo
conducirán quizá más allá de sí mismo, más allá de la inadecuada capacidad
para la comprensión y la creatividad que el artista del siglo xx debe
admitir como su auténtica condición. Un gran ritual, un mito fundamental, es
úna puerta. Esta puerta no está ahí para ser observada, sino para ser
experimentada, y quien pueda experimentar la puerta dentro de sí mismo, la
traspasará con mayor intensidad. Por lo tanto, el pasado no debe desdeñarse
con arrogancia. Pero no pretendamos engañar a nadie. Si robamos sus rituales
y símbolos e intentamos explotarlos en beneficio propio, no debemos
sorprendernos si pierden sus virtudes y se convierten en adornos relucientes
y huecos. Es nuestro desafío constante saber discernir. En algunos casos, la
forma tradicional todavía está viva, en otros, la tradición es la mano
muerta que estrangula la experiencia vital. El problema consiste en rechazar
el «inétodo aceptado», pero sin buscar el cambio sólo por cambiar.
La cuestión primordial, por tanto, es la forma, la for ma precisa, la forma
acertada. No podemos pasar sin ella, la vida no puede pasar sin ella. Pero,
¿qué significa forma? Por muchas veces que me haga esta pregunta,
inevitablemente me conduce siempre a la sphota, una palabra de la filosofía
india clásica, cuyo significado se halla en su sonido: una onda que aparece
súbitamente en la superficie de aguas tranquilas, una nube que emerge en un
cielo despejado. Una forma es lo virtual manifestándose, el espíritu
encarnándose, el primer sonido, el big bang.
En la India, en África, en el Oriente Medio, en Japón, artistas que trabajan
en el teatro se hacen la misma pregunta: ¿cuál es nuestra forma hoy? ¿Dónde
debemos buscarla? La situación es confusa, la pregunta es confusa y las
respuestas también lo son, aunque muestran cierta tendencia a dividirse en
dos categorías. Por un lado, existe la creencia de que las grandes potencias
culturales de Occidente ‑Londres, París y Nueva York‑ han resuelto el
problema y que basta con utilizar su forma de igual manera que los países
subdesarrollados adquieren procesos industriales y tecnologías. La segunda
actitud es todo lo contrario. Los artistas de los países del Tercer Mundo
tienen a menudo la impresión de que han perdido sus raíces, de que están
atrapados en la gran ola que procede de Occidente con su imaginería del
siglo xx, y sienten por tanto la necesidad de negarse a imitar modelos
foráneos. Esto conduce a un regreso desafiante a las raíces culturales y las
tradiciones ancestrales. No es más que el reflejo de dos grandes impulsos
contradictorios de nuestro tiempo, exteriormente hacia la unidad,
interiormente hacia la fragmentación.
Sin embargo, ninguno de los dos métodos produce buenos resultados. En muchos
países del Tercer Mundo, las compañías de teatro abordan obras de autores
europeos como Brecht o Sartre. A menudo no se dan cuenta de que esos autores
trabajaban por medio de un complejo sistema de comunicación que pertenecía a
su propia época y lugar. En un contexto completamente diferente sus
resonancias se pierden. Las imitaciones del teatro experimental de
vanguardia de los años sesenta topan con la misma dificultad. Así ocurre que
honestos trabajadores teatrales de países del Tercer Mundo, en un estado de
orgullo y desesperación, se lanzan a bucear en su pasado e intentan
modernizar sus mitos, rituales y folclor, siendo desgraciadamente el
resultado, a menudo, una mezcla que no es «ni carne ni pescado».
¿Cómo, entonces, podemos ser fieles al presente? Recientemente mis viajes me
llevaron a Portugal, Checoslovaquia y Rumania. En Portugal, el más pobre de
los países de la Europa occidental, me dijeron que «la gente ya no va al
cine ni al teatro». «¡Ah! ‑exclamé yo con tono comprensivo‑, con la crisis
económica la gente no tiene dinero para ir.» «¡En absoluto!», fue la
sorprendida respuesta. «Precisamente es todo lo contrario. La economía está
mejorando lentamente. Antes, cuando el dinero era escaso, la vida era muy
gris, y una salida, tanto para ir al teatro como al cine, era una necesidad,
así que la gente ahorraba para poder hacerla. Hoy en día, la gente empieza a
contar con algo más de dinero para gastar y tiene a su alcance el amplio
abanico de posibilidades consumistas del siglo xx. Hay vídeo, cintas de
vídeo, compact discs, y para satisfacer la eterna necesidad de estar con
otras personas hay restaurantes, vuelos chárter o viajes de turismo
organizados. Luego están la ropa, los zapatos, los peinados... El cine y el
teatro siguen ahí, pero han descendido en picado en el orden de
prioridades.»
Desde el Occidente de orientación mercantilista, me dirigí a Praga y
Bucarest. Una vez más, allí, como también en Polonia, Rusia y en casi todos
los antiguos países comunistas, se eleva el mismo grito de desesperación.
Hace unos cuantos años, la gente se peleaba por un asiento en los teatros; a
menudo ahora no llenan más que el veinticinco por ciento de su capacidad. En
un contexto social completamente diferente nos enfrentamos de nuevo con el
mismo fenómeno de un teatro que ya no resulta atractivo.
En los días de la opresión totalitaria, el teatro era uno de los raros
lugares donde, durante un corto intervalo de tiempo, uno podía sentirse
libre, o evadirse a una existencia más romántica y poética, o bien, oculto y
protegido en el anonimato del público, podía unirse a las risas o aplausos
en los actos de desafío a la autoridad. Línea tras línea, un respetable
texto clásico ofrecía al actor la oportunidad de entrar en secreta
complicidad con el espectador, gracias al levísimo énfasis en una palabra o
a un gesto imperceptible, expresando así lo que, de otro modo, sería
demasiado peligroso expresar. Esa necesidad ya no existe y el teatro se
enfrenta sin remedio a un hecho difícil de aceptar: que la época gloriosa de
las salas repletas se debía a múltiples razones válidas, pero que nada
tenían que ver con la auténtica experiencia teatral de la obra en sí.
Volvamos a la situación en Europa. Desde Alemania hasta el Oriente,
incluyendo el vasto continente ruso, y también hacia el oeste, pasando por
Italia, Portugal y España, ha habido una larga serie de gobiernos
totalitarios. Toda forma de dictadura se caracteriza por la paralización de
la cultura. Cualesquiera que sean las formas, ya no tienen la posibilidad de
vivir y morir, de reemplazarse unas a otras según las leyes naturales. Hay
un cierto espectro de formas culturales que se consideran respetables y que
se institucionalizan, mientras que el resto de formas se consideran
sospechosas y acaban bien pasando a la clandestinidad, bien completamente
eliminadas. El período de los años veinte y treinta fue una época de
extraordinaria animación y fertilidad para el teatro europeo. Las
principales innovaciones técnicas ‑escenarios giratorios, escenarios
abiertos, efectos luminosos, proyecciones, decorados abstractos,
construcciones funcionales‑ surgieron durante ese período. Ciertos estilos
de interpretación, ciertas relaciones con el público, ciertas jerarquías,
tales como el lugar que ocupaba el director o la importancia del
escenógrafo, se establecieron entonces. Marchaban al paso de los tiempos. A
esta época siguieron graves trastornos sociales: guerras, masacres,
revoluciones y contrarrevoluciones, desilusión, rechazo de antiguas ideas,
hambre de nuevos estímulos y una atracción hipnótica por todo lo que fuera
nuevo y diferente. En la act ' ualidad, todo eso se ha superado, pero el
teatro, confiado rígidamente en sus viejas estruc­turas, no ha cambiado. Ya
no forma parte de su tiempo.
Como resultado, y por múltiples razones, el teatro está en crisis en todo el
mundo. Esto resulta bueno, es nece­sario.
Es de vital importancia hacer una clara distinción.
«Teatro» es una cosa, mientras que «los teatros» es otra. muy diferente.
«Los teatros» son las salas, y una sala no es lo que contiene, igual que un
sobre no es una carta. Elegimos los sobres por el tamaño y la extensión de
nuestra comunicación. Tristemente, el paralelismo falla en este punto,
porque es fácil tirar un sobre al fuego, pero es mucho más difícil derribar
un edificio, sobre todo cuando es un hermoso edificio, a pesar de que
sepamos instintivamente que su momento ha pasado ya. Más difícil aún es
desechar los hábitos culturales impresos en nuestra mente, hábitos de
prácticas y tradiciones ¿irtísticas y estéticas. Sin embargo, el «teatro» es
una necesidad humana fundamental, mientras que «los teatros», sus formas y
estilos, son sólo salas temporales y reemplazables.
Volvemos pues al problema de los teatros vacíos y veinos que no se trata de
una cuestión de reformar, palabra que significa exactamente rehacer una
forma antigua. Mientras la atención se encierre en la forma, la respuesta
será puramente formal y decepcionante en la práctica. Si estoy dedicando
tanto espacio a las formas, es para subrayar que la búsqueda de nuevas
formas no es una respuesta en sí misma. Los países con estilos teatrales
tradicionales tienen el mismo problema. Cuando modernizar significa poner el
vino viejo en botellas nuevas, la trampa formal se cierra aún más. Si lo que
pretenden el director, el escenógrafo y el actor es utilizar reproducciones
naturalistas de imágenes actuales como forma, descubrirán, con gran
decepción por su parte, que no irán más allá de lo que la televisión ofrece
hora tras hora.
Una experiencia teatral que viva en el presente debe estar en íntima
relación con el ritmo de su tiempo, de igual modo que un gran diseñador de
modas no busca ciegamente la originalidad, sino que combina misteriosamente
su creatividad con la voluble superficie de la vida. El arte teatral ha de
tener una faceta cotidiana; las historias, situaciones y temas deben ser
reconocibles, porque el ser humano se interesa ante todo por la vida que
conoce. El arte teatral ha de tener también una sustancia y un significado.
Esta sustancia es la densidad de la experiencia humana; todo artista suspira
por captar esta sustancia en su trabajo de un modo u otro, y tal vez
presiente que el significado surge de la posibilidad de comunicarse con la
fuente invisible que hay más allá de sus limitaciones normales y que da
significado al significado. El arte es una rueca que gira en torno a un eje
inmóvil que no podemos atrapar ni definir.
¿Cuál es entonces nuestro propósito? Lo que queremos es hallar el tejido de
la vida, ni más ni menos. El teatro puede reflejar todo aspecto de la
existencia humana, así que toda forma viviente es válida, toda forma puede
tener un lugar potencial en la expresión dramática. Las formas son como las
palabras; sólo adquieren significado cuando se usan correctamente.
Shakespeare tenía el vocabulario más extenso de toda la poesía inglesa y
constantemente lo aumentaba, combinando los oscuros términos filosóficos con
las más groseras obscenidades, hasta que acabó por disponer de más de 25000
vocablos entre sus manos. En el teatro hay muchos más lenguajes diferentes
de las palabras, a través de los cuales se establece y se mantiene una
comunicación con el público. Existe el lenguaje del cuerpo, el del sonido,
el del ritmo, el del color, el del vestuario, el de los decorados, el de la
iluminación, etc.; y todos ellos se han de añadir a las 25 000 palabras
disponibles. Todo elemento de vida es como una palabra en un vocabulario
universal. Imágenes del pasado, imágenes de la tradición, imágenes de hoy,
de cohetes a la Luna, revólveres, argot obsceno, una pila de ladrillos, una
llama, una mano en el corazón, un grito desgarrador, los infinitos matices
musicales de la voz; son como nombres y adjetivos con los que se pueden
crear nuevas frases. ¿Sabemos utilizarlos correctamente? ¿Son necesarios,
son el medio por el cual se hace más vívido, más penetrante, más dinámico,
más perfecto y más auténtico aquello que expresan?
En la actualidad el mundo nos ofrece nuevas posibilidades. A este ingente
léxico humano se pueden incorporar elementos que en el pasado no habían
estado nunca juntos. Cada raza, cada cultura, aporta su propia palabra a una
frase que une a la humanidad. Nada hay más vital para la cultura teatral del
mundo que el trabajo conjunto de artistas de diferentes razas y orígenes.
Cuando se juntan tradiciones diferentes, al principio existen barreras.
Luego, gracias a un duro trabajo, se descubre un objetivo común y las
barreras desaparecen. El momento en que las barreras caen, los gestos y los
tonos de voz de todos y cada uno entran a formar parte de un mismo lenguaje,
expresando por un momento una verdad compartida en la que se incluye el
público: éste es el momento al que conduce todo teatro. Las formas pueden
ser nuevas o viejas, vulgares o exóticas, simples o complejas, cultivadas o
ingenuas. Pueden proceder de las fuentes más inesperadas y dar la impresión
de ser totalmente contradictorias, hasta el extremo incluso de parecer
mutuamente exclusivas. De hecho, si en lugar de la unidad de estilo, las
formas están enfrentadas, el resultado será saludable y revelador.
El teatro no debe ser aburrido. No debe ser convencional. Debe ser
inesperado. El teatro nos conduce a la verdad a través de la sorpresa, de la
excitación, de los juegos, de la alegría. Convierte el pasado y el futuro en
parte del presente, nos permite distanciarnos de lo que nos rodea en nuestra
vida diaria y elimina la distancia que existe entre nosotros y lo que
normalmente es re moto. Un artículo de un periódico actual puede parecer de
repente mucho menos auténtico y menos íntimo que algo de otra época, de otro
país. Es la verdad del momento presente lo que cuenta, el absoluto
convencimiento que sólo puede aparecer cuando entre intérprete y público
existe un lazo de unión. Esta unidad aparece cuando las formas temporales
han cumplido su cometido y nos han llevado al único instante irrepetible en
que una puerta se abre y nuestra visión se transforma.

---------------------------------

La Balsa

La Balsa

de Arar el cielo, Eugenio Barba

…la necesidad es una convicción absoluta que me obliga cada día  a levantarme y no hay nada, viento o tempestad, enfermedad o familia o no sé qué otro obstáculo o razón, que me pueda impedir andar.. Yo debo ir hacia aquel lugar donde me esperan las personas que para mí son esenciales, mis  actores y los demás componentes del Odin Teatret.

No es una cuestión de fe, es una necesidad. Es mi única realidad, lo que me hace respirar, lo que me da oxígeno. Sin ella no puedo vivir.

Hay muchas cosas que pueden mantener esa balsa que es un grupo de teatro. El amor, por ejemplo, es una de ellas. Hay muchos tipos de amor:

por un líder carismático, por algunos espectadores importantísimos para ti, por una visión en común, aunque de verdad no creo que una convicción colectiva pueda mantener unidas a las personas por mucho tiempo.

Esta adhesión puede ser también un sano oportunismo: mejor sobre la balsa que en boca de los tiburones, incluso si se está apretado, y de vez en cuando debemos elegir a alguno de nosotros para comerlo.

Creo que lo que mantiene junto a un grupo es la capacidad de encontrar incesantemente nuevas condiciones para entrelazar colectivamente exigencias personales ineludibles. Como si algunas personas hubieran descubierto en el teatro una trinchera o una catacumba para defender su propia esencia, para hacer visible la nada sobre la cual la civilización está construída, para seguir el camino del rechazo. Son los individualistas insensatos que se subordinan a la paradójica disciplina del oficio teatral.

A veces logran convencer no tanto por sus teorías, sino por su empeño concreto más allá de las quimeras.

Por el sentido preciso y concreto de su necesidad

…Después de haber navegado con ellos, empecé a preguntarme:

Qué es una balsa?  literalmente, en sentido estricto.

Es aquello que te salva y al mismo tiempo te recuerda todo lo que te ha sido arrebatado.

También yo me aferré, como un náufrago, a un despojo que los otros llamaban teatro….. Lo hice para sobrevivir a una tormenta existencial, a la pérdida de la lengua, al desarraigo de emigrante, separado de los colores, los sabores y los afectos entre los cuales había crecido.

La única posibilidad de mantenerme a flote era agarrarme al teatro, a una actividad que fuera reconocida y me permitiese permanecer diferente sin ser un excluído. Sobre esta balsa de la Medusa encontré a otras personas en las mismas condiciones.

Esta humanidad de náufragos se convirtió en mi país.

.